Desde el siglo XI los holandeses comenzaron la construcción de diques para controlar las crecidas de las aguas y el embate de las mareas. También iniciaron un proceso lento pero imparable de desecación de ciertas zonas, para ganar territorio a los elementos, al destino. Mediante primitivos sistemas mecánicos, como los molinos de agua, consiguieron crear nuevas tierras, denominadas pólders, para cultivar y para criar ganado. Nueva tierra firme donde sólo había agua.
Al principio estas conquistas eran modestas. Limitadas a dispersas zonas antes pantanosas o cruzadas por ríos. Circunscritas a porciones de litoral costero relativamente asequible. No obstante, los holandeses aprendieron. Y lo hicieron paulatinamente, perfeccionando las técnicas. Llevados de una mano por la ciencia y de la otra por la tecnología. Pero sin abandonar su rumbo, que les fue llevando a ampliar la frontera de su país desde dentro.
El Zuiderzee (’Mar sureño’) era la parte del Mar del Norte que se introducía como una gran lengua en el territorio holandés. El sueño de hacer de él tierra aprovechable era antiguo. Y aunque los pescadores de las localidades ribereñas se oponían, viendo en ello el fin de su modo de vida, en el siglo XIX esta idea se consolidó con la creación de la Sociedad del Zuiderzee en 1886, que empezó a estudiar el proyecto.
Holanda se puso a trabajar en separar el Zuiderzee del resto del Mar del Norte. Era la gran batalla. Junio de 1920. El enfrentamiento final contra el poder de un dios marino, nórdico y salvaje. Sin embargo, y pese a la envergadura de la empresa y a los medios limitados de que disponían entonces, los holandeses contaban con dos armas esenciales. Dos armas que les iban a proporcionar la victoria final: La determinación y las Islas Frisias Occidentales, o Islas Wadden.
No hay comentarios:
Publicar un comentario